Durante la mayor parte de mi vida me consideré agnóstico, en el sentido de alguien que no cree en la existencia de Dios, pero aún así está dispuesto a examinar cualquier evidencia a favor de la tesis de un Creador. Dicha evidencia habría tenido que ser muy sólida, porque la simple aparición de una virgen anunciando a Dios no me habría llevado más lejos que a la certidumbre de padecer de esquizofrenia; pero aún así siempre me consideré “agnóstico”, no “ateo”.
Sin embargo, en los últimos años mi agnosticismo se ha ido transformando en el de alguien que considera todo este asunto de la Creación como algo que simplemente está más allá de toda posibilidad de comprensión. Por un lado, la ciencia ha demostrado ser completamente incapaz de explicar segmentos de la realidad que el misticismo, si bien no intenta explicar, al menos proporciona rutas para navegar. Por el otro, el Creador que se deja sospechar detrás de cada nuevo evento se parece más a ese tipo que desencadena el peor incendio de la década después de tirar el cigarro desde la ventanilla del auto, y ni siquiera se da cuenta de que todos esos helicópteros, bomberos y sirenas son la consecuencia directa de su acción. O, por momentos, a uno de esos programadores mediocres, creadores de código inelegante, insípido e innecesariamente complicado, que termina produciendo software feo, ineficiente y lleno de bugs.